¿A QUIÉN LE INTERESA LA DEMOCRACIA?
Es curioso observar cómo los grandes defensores del voto de las mayorías se asustan cuando éstas no les favorecen y lo atribuyen a malignas manipulaciones o estupidez de la gente, pero siguen defendiendo, en el caso propio, la sabiduría del pueblo. Mis amigos populistas de izquierda se asustan y se escandalizan cuando el pueblo decide votar por la derecha, por ejemplo, por Milei en Argentina o Bolsonaro en Brasil, pero aplauden cuando gana un populista de izquierda y pregonan por todos los medios la sapiencia popular. La realidad es que, como alguna vez me dijo mi maestro Émile Poulat: “la gran fuerza y la gran debilidad de la democracia, es que su voto vale lo mismo que el del borrachito de la esquina”. Y así funciona esto. Pero atribuirle una personalidad única y uniforme al pueblo es estirar un poco el argumento. Sin embargo, los políticos beneficiados por el voto mayoritario así lo utilizan: “el pueblo quiso esto”, “el pueblo quiso lo otro”, etc. Pero salvo referéndums específicos, donde a la gente se le pregunta algo concreto, es difícil afirmar lo que “el pueblo” quiere. Y aún si pudiéramos saberlo, también hay que tomar en cuenta que “el pueblo” (esa entelequia a la que algunos le atribuyen una voluntad específica) cambia muy fácilmente de opinión y se deja llevar por promesas, ilusiones, espejismos y pregones de toda índole; el resultado es que un día votan por una cosa y otro por su exacto contrario. Las razones son muchas y muy variadas, pero lo cierto es que hay una extrema volatilidad en el voto. En suma, el pueblo es voluble y fácilmente influenciable. Miren si no, en México hemos pasado de un populista de derecha (Vicente Fox), a un Demócrata cristiano (Felipe Calderón), a un joven representante de la vieja guardia nacional tecnocrática (Enrique Peña), a un populista nacional-revolucionario (Andrés López) y ahora a una populista de izquierda. ¿Podemos decir que en todos estos casos el pueblo siempre tuvo la razón? ¿O dejamos atrás esa retórica y nos concentramos en los vaivenes del voto de la gente o en los que, más allá del voto duro de los partidos, cambian cada sexenio?
Luego, ¿atribuimos este fenómeno a nuestra idiosincrasia nacional o lo explicamos como un fenómeno global? ¿Es específico de nuestra época o siempre ha existido? Las señales, me parece, son claras, aunque intermitentes. Cuando hablamos de democracia popular, esa que se remite al pueblo, pero que suele terminar en una élite burocrática y de oportunistas que hablan en su nombre, no estamos hablando de la misma democracia liberal que se construyó desde hace dos siglos y que está ligada a valores muy específicos desarrollados en lo que ahora llamamos derechos humanos y que tienen sus primeras expresiones en las revoluciones americana y francesa. De ahí han partido otras exigencias plasmadas en reivindicaciones plasmadas en lo que llamamos el Estado constitucional de derecho, donde se garantizan las libertades y derechos no sólo de la mayoría, sino también de las minorías. Son, por supuesto, derechos emanados del liberalismo, que han dado pauta, dada su imperfección, a reivindicaciones sociales, mismas que han sido incorporadas paulatinamente, aunque muchas veces con tropiezos. Pero hasta ahora, son esos derechos los que han permitido construir sociedades crecientemente democráticas.
Esa visión del mundo es la que ahora está cuestionada, nuevamente podríamos decir, porque ya lo fue a principios del siglo pasado por el fascismo, el nazismo y el bolchevismo, todas ideologías autoritarias y totalitarias, contrarias al espíritu liberal. El populismo, como digno heredero del fascismo, no hace más que reproducir la vieja crítica y anteponer un modelo similar de gestión. Y ya, hace casi un siglo, los pueblos cayeron en la tentación del poder omnímodo del líder o de las élites burocráticas. El menosprecio a la democracia parlamentaria, a los contrapesos necesarios al poder, a la necesaria rendición de cuentas y la transparencia para evitar abusos y corrupción, está llevando a muchas naciones al abandono de esta tradición liberal, ligada a los derechos humanos (políticos, sociales, económicos, sexuales, etc.) y a nuevas formas de autoritarismo y autocracia. No hay entonces que extrañarnos o asustarnos por votos insensatos en Gran Bretaña (como el del Brexit), el de Argentina (con Milei), o el de Trump, en Estados Unidos. Y es quizás tiempo de que empecemos a vernos en ese espejo.
Roberto Blancarte - 14 de noviembre 2024