DE NACIONALISMOS Y SOBERANÍA 

No me gustan los nacionalismos, ni el español, ni el catalán, ni el inglés ni el estadounidense, ni el ruso, ni el mexicano. Sin embargo, en nuestra época, está de moda, sobre todo entre los regímenes populistas, apelar a un nacionalismo exacerbado. Se acude al fácil expediente de denostar a las entidades extranjeras o supranacionales para responsabilizarlas de todos los males internos. Véase Brexit, donde los británicos se convencieron de que una élite tecnócrata les estaba quitando recursos (lo cual era falso) y que vivirían mejor separados de la Unión Europea (lo cual se demostró igualmente falso). Se clama por los abusos provenientes del otro y por una libertad supuestamente perdida, por un margen de maniobra reducido o por la ausencia de condiciones igualitarias y se termina siendo xenófobo, discriminador, poco solidario y localista. Así, los nacionalismos, en general, han sido los mayores detonadores modernos de las guerras. En cambio, la denostada globalización, más bien ha contribuido a la paz. La lógica detrás de esto es muy simple. Entre más interdependencia hay entre las regiones y las naciones, menos probabilidades existen de un conflicto. En cambio, entre más aislacionistas, separatistas y nacionalistas son los gobiernos, más crecen las posibilidades de todo tipo de enfrentamientos, desde los comerciales, hasta los militares. Esto es lo que entendieron los líderes políticos europeos después de la Segunda Guerra Mundial cuando construyeron primero la Comunidad Económica Europea y luego la Unión Europea. Pero esta lección parece olvidada. Lo peor del caso es que los nacionalistas y soberanistas de un país pueden ver con desconfianza el nacionalismo del otro, pero justifican el propio. No pueden ver que las reivindicaciones propias, repetidas por los demás, sólo conducen a problemas internacionales.  

Lo anterior no significa, por supuesto, que no exista un legítimo reclamo por la reivindicación de una cultura propia, sobre todo cuando es oprimida. Los indígenas de Chiapas, por ejemplo, hicieron bien en mostrar su rebeldía frente a la explotación proveniente de mestizos y blancos mexicanos. Allí una falsa igualdad ciudadana ocultaba una enorme discriminación que subsiste hasta ahora, pero ha disminuido sensiblemente, por lo menos en términos culturales. Lo mismo puede decirse de los catalanes en la época de la dictadura franquista, impedidos de hablar su propia lengua. Pero la defensa de valores autóctonos puede también ocultar formas de discriminación: no es raro oír discursos separatistas de regiones ricas, como Cataluña, Lombardía o Nuevo León en México, que se quejan de la injusta extracción fiscal en beneficio de zonas menos favorecidas en el Sur, de España, Italia o México. 

Ahora bien, es cierto que la globalización implica pérdida parcial de la soberanía. En la medida que los Estados aceptan unirse económica y administrativamente, es obvio que no pueden hacer, soberanamente, lo que quieran. Los países que en Europa se acogieron al tratado de Maastricht o de Schengen, cedieron parte de su política exterior y de seguridad e incrementaron su cooperación en materia de justicia, aprobaron trasladar sus fronteras internas hacia una comunes (externas) y decidieron tener políticas económicas comunes. Todo eso significó, no sólo mayor libertad de movimiento para sus ciudadanos y ampliación de oportunidades, de comercio, de cooperación cultural, sino que se tradujo en una época inigualada de paz, durante siglos desconocida. 

El nacionalismo de Trump y sus seguidores ha significado un debilitamiento de la interdependencia económica con China y por lo mismo un acrecentamiento de las fricciones con esa nación, lo que se viene a sumar a los conflictos existentes entre Rusia y Ucrania, que cometió el pecado de querer cambiar de zona de influencia, o el de los fundamentalistas islámicos con Occidente, reflejado en la guerra de Israel con Hamas y Hezbolá, ambos empujados por Irán.  

En medio de todo esto, México tiene un gobierno con retórica nacionalista, empujada por su propio populismo, que como ya vimos en el sexenio anterior, exacerbó su aislacionismo, en búsqueda de una autonomía (energética y alimentaria, por ejemplo) imposible. Pero ahora, el nacionalismo de Trump y los republicanos pone al gobierno de Sheinbaum en una clara disyuntiva política: o se alinea con sus socios regionales, de donde proviene su estabilidad económica, lo que significa una interdependencia hasta ahora benéfica, o sigue jugando a la supuesta autonomía con soberanía absoluta, con probables resultados catastróficos. Parece que la decisión es obvia, aunque siempre la ideología populista y su retórica puedan seguir desempeñando un cierto papel.  

Roberto Blancarte - 25 de noviembre 2024 

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