EL DISCRETO PAPEL PÚBLICO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Las cosas han cambiado mucho en México en la década reciente. Una de ellas, y no la menos importante, ha sido la práctica desaparición de las Iglesias de los medios públicos. Con algunas excepciones, más personales que institucionales, los liderazgos religiosos han tendido a permanecer fuera de los debates políticos. Aquella frase, repetida por los obispos católicos, de que ellos no participaban en política partidista, pero sí en la discusión sobre el bien común, ya no se oye. Más bien, esas voces que pretendían defender los derechos de los creyentes y regular los excesos gubernamentales, se quedaron pasmadas y no supieron cómo reaccionar ante las nuevas circunstancias. Así fueron desapareciendo poco a poco de la escena pública y se cerró de alguna manera un ciclo que había comenzado medio siglo antes, en aquella época en la que el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, rompió el tabú de la no participación política de la Iglesia católica e inició una etapa en la que el episcopado se acostumbró a opinar e intervenir en las políticas públicas, con mayor o menor éxito. Cincuenta años después, aunque al parecer hay un consenso entre los obispos católicos acerca de la necesidad de tener un papel más enérgico y proactivo respecto a las transformaciones socio-políticas, la estrategia específica para hacerlo no está muy clara. Las circunstancias, en efecto no son propicias ni cómodas para los actores religiosos, como no lo son para grandes sectores de la población que, por diversas razones, cuestionan el actual estado de cosas. 

¿Qué es lo que cambio en las últimas décadas? En principio, la democratización del país, a la cual contribuyeron muchos sectores del laicado católico, la abrió las puertas a una mayor participación de la Iglesia en la vida pública. Incluso los presidentes, contrariamente a la tradición laica mexicana, comenzaron a manifestar públicamente sus creencias religiosas; todos católicos, por cierto. Fox se dio el lujo de ir a la Basílica de Guadalupe el día que tomó posesión, siendo ya formalmente presidente de la República, Calderón pertenecía a un linaje de panistas católicos, comprometidos con el ejercicio de la política desde sus convicciones religiosas. Peña Nieto, a pesar de distinguir en principio sus convicciones personales de su función oficial, no dudó en acudir a ceremonias religiosas presididas por el papa, siendo presidente de la República y violando a sí la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. Y López Obrador se presentó, aunque de manera muy ambigua, como un convencido creyente, lleno de frases bíblicas, admirador del papa y moralista de la vida pública, al grado que en más de una ocasión parecía un cura de pueblo, más que un presidente de la República laica. Y, sin embargo, la jerarquía católica no supo que hacer con la nueva situación, planteada por la democratización del país, en la que su demanda largamente planteada de la necesidad de una visión integral de la política y las convicciones religiosas, no se ajustaba a sus expectativas. En otras palabras, que los presidentes de la República tuvieran creencias religiosas y que incluso moldearan algunas de sus políticas públicas desde estas convicciones, no era garantía de que iban a seguir las indicaciones o las políticas que la jerarquía deseaba. Descubrieron así un hecho histórico, es decir que los laicos católicos podían tener su propia idea de lo que era correcto e incorrecto y que no siempre la libre conciencia se ajustaba a los dictados doctrinales del episcopado. El caso de López Obrador fue, en ese sentido, el más evidente; siendo probablemente el político con convicciones más mezcladas con posturas moralizantes de la vida pública, su lejanía respecto a las posturas de la jerarquía fue muy clara. Se acercaba de hecho más a las posiciones de la teología de la liberación, aunque de manera rústica. Su aprecio por el padre Solalinde, por ejemplo, era una clara indicación de sus preferencias.  

En el fondo, esto era una expresión del proceso de secularización, pero también del creciente reconocimiento de la pluralidad religiosa existente en el país, de los propios problemas internos de la Iglesia, particularmente con el tema de los abusos sexuales y de la compleja relación con la inusitada propuesta populista, misma que vestida con argumentos religiosos, generó una muy compleja relación entre el poder político y el liderazgo religioso. Sobre todo esto, nos extenderemos en las siguientes colaboraciones. 

Roberto Blancarte - 3 de diciembre de 2024 

 

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