LA MALIGNA REFORMA JUDICIAL  (y la sucesión presidencial) 

Hay algo maligno, por no decir estúpido, en la reforma judicial. Porque, como algunos defensores de la 4T han explicado, en realidad, en la medida que dicha reforma no cumple con el propósito de cambiar la procuración de justicia, sino apoderarse de ese poder y posible contrapeso, eso se habría logrado simplemente esperando los venideros nombramientos en la Suprema Corte de Justicia. Digo maligno, porque fue un conflicto innecesario, si el propósito hubiera sido controlar al poder judicial, empezando por el del máximo tribunal de la nación. Pero no. Todo este conflicto “innecesario”, en realidad lo era para quien lo generó, lo prosiguió y lo ejecutó, pues el propósito era distinto. No se trataba entonces ni de establecer las condiciones de una mayor procuración de justicia, ni de capturar el poder judicial, empezando por arriba. Se trataba de imponerse políticamente. De enviar un mensaje político a todos los opositores: tenemos todo el poder y podemos hacer con él lo que queramos.

La pretensión es maligna porque, en el fondo, al presidente no le importó dejarle a su sucesora un grave problema de difícil y verdaderamente compleja solución (el de la puesta en práctica de una reforma que no tiene por objeto generar mayor justicia, sino imponerse políticamente). Después de su arrasadora victoria, Claudia Sheinbaum no necesitaba tomar posesión en medio de manifestaciones contrarias ni disturbios callejeros. Ni necesitaba, para controlar el poder judicial, que se hiciera una reforma como la que se está proponiendo. Su aplastante triunfo, que muchos maliciosamente le atribuyen no a ella, sino a su antecesor y “protector”, le habría permitido hacer las reformas necesarias del poder judicial y del sistema de procuración de justicia (empezando por los ministerios públicos y las fiscalías).

Por eso digo que la reforma es maligna: parece ideada para que la presidenta entrante llegue en medio de problemas insolubles y requiera la “ayuda” de su antecesor, quién, desde su supuesto exilio, seguramente y a pesar de sus promesas (que ya sabemos lo que valen) seguirá vigilando los acontecimientos políticos de la nación. Es obvio, no va a tener nada más que hacer y, como me decía un viejo político priísta que alguna vez se quedó sin un ofrecimiento, “a los quince días en tu casa, te empiezas a comer el piso, por la desesperación”. A López Obrador no le doy ni los quince días para que comience a comerse el piso y a intervenir, por medio de su hijo o de otros fieles. No sabe hacer otra cosa y nunca ha hecho algo distinto en su vida. 

La reforma judicial, que a medida que avanza se muestra cada vez más absurda e impracticable, no era necesaria, por lo menos en los términos como fue presentada. Es claro que no va a servir para nada y más bien generará muchos problemas. De hecho, ya los está generando, porque los trabajadores de dicho poder, incluyendo a jueces y magistrados, no se van a quedar con los brazos cruzados. No lo están haciendo y no hay razón alguna para pensar que vana dejar de pelear por sus derechos, por sus carreras, por lo que han invertido en esa institución durante años, para no hablar de lo que ideológicamente representa, en un sistema democrático. Incluso si nos atenemos puramente a los intereses materiales, esto no se va a resolver pronto, aunque terminen aplastando al movimiento que reclama sus derechos. Y a esto se suman las reivindicaciones de todos aquellos que, más allá de intereses directos o concretos, consideran que la reforma atenta contra la república democrática. Si a eso se le une la desconfianza de inversionistas nacionales y extranjeros y de gobiernos de países que son nuestros socios comerciales, el panorama del conflicto no se ve tranquilo. Más bien se irá agudizando y podría convertirse en una espina enterrada en el pie, que no deje caminar tranquilamente al gobierno del sexenio que está por comenzar. 

 

Roberto Blancarte - 25 de septiembre de 2024 

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