LA RENUNCIA DEL PAPA 

Como ya se hizo público y viral, el Papa habría firmado desde el inicio de su pontificado una carta en la que, de llegar a estar incapacitado para estar al frente de la Santa Sede, se haría efectiva su renuncia. Gesto comprensible, ante las terribles situaciones que ha tenido que vivir la Iglesia católica en más de una ocasión, cuando la enfermedad de un papa ha dejado a la institución sin timonel. Y dado que el Sumo Pontífice es un monarca absoluto que concentra todos los poderes de la Santa Sede (el ejecutivo, el legislativo y el judicial), las consecuencias de una larga ausencia por incapacidad, deja a la Iglesia en manos de todas las intrigas posibles. Porque la Iglesia católica, hay que recordarlo, además de ser una institución sagrada según sus fieles, es también una institución humana, con todas sus virtudes y defectos. 

Hay sin embargo de renuncias a renuncias. El reciente caso de Juan Pablo II, por ejemplo, quien padeció un largo deterioro de su salud, que dejó muchos asuntos de la administración de la Iglesia en manos de otros, fue el último ejemplo que motivó una carta de renuncia como la emitida por el papa Francisco. Pero no fue necesariamente el caso de la renuncia de Ratzinger, quien más bien harto y asqueado de las intrigas palaciegas y de las que eran evidentes en el conjunto de la institución, decidió que ni sus fuerzas ni su animo eran suficientes para lidiar con ellas. Así que, valientemente, renunció a la Sede Apostólica y vivió retirado muchos años más. No es el primero ni el único caso de renuncia. Las hubo varias, por ejemplo, en la época del papado de Avignon, cuando al mismo tiempo llegó a haber un papa en esa ciudad francesa, mientras había otros en Roma. Luego, para resolver el problema, algunos (los de Roma, sobre todo) tuvieron que renunciar. Hubo otras “renuncias” antes, en los siglos XI y XII. Me remito aquí a lo escrito en mi libro El sucesor de Juan Pablo II; Escenarios y candidatos del próximo cónclave (Grijalbo, 2002). Silvestre III fue depuesto “por indignidad” tres semanas después de su consagración, en el año 1045. Su sucesor, después de haber vencido a las tropas de éste, permaneció también tres semanas en el trono, antes de abdicar y retirarse a un monasterio.  Pero el caso más famoso fue el de Celestino V, quien en 1294 abdicó a la Sede Pontificia. Se llamaba Pedro de Morrone y era un viejo ermitaño de 80 años, considerado santo por muchos, dedicado a la meditación y la oración después de haber sido abad benedictino en Faifoli. Carlos II de Anjou y su hijo Carlos Martel lo convencieron, junto con el Colegio de Cardenales, de que aceptara la Silla apostólica. Para evitar ser atrapado en las disputas entre facciones romanas (que habían llevado a que la elección se prolongara por dos años y se trasladara a Perugia) se hospedó en Nápoles, donde le costó trabajo amalgamar la doble vida de anacoreta y jefe supremo de la Iglesia. El rumor en la Santa Sede era que gobernaba en plenitud de su simplicidad y no en plenitud de su potestad.

En esos días, como ahora, era mal visto ser santo y no saber gobernar. Su principal error fue pretender reducir a los cardenales a una vida más modesta y austera. Después de esto, evidentemente, algunos comenzaron a aconsejar que renunciara y un buen día decidió hacerlo. Como muchos todavía le querían impedir que lo hiciera, porque decían que “la unión del papa con la Iglesia de Roma era un matrimonio indisoluble, que no conoce divorcio”, celestino V promulgó una bula declarando que el papa puede abdicar a su dignidad y después de que ésta fue leída en público, presentó su renuncia. Gastón Castella, (Historia de los papas, 1970) narra así el pasaje histórico: “El 13 de diciembre de 1294 declaró ante los cardenales reunidos que se retiraba ‘espontáneamente y por propia iniciativa’ […], con la esperanza de una vida perfecta y conciencia intachable’. Luego se despojó de sus ornamentos y se sentó en el suelo. Quiso regresar a su ermita, pero se lo impidió el nuevo papa (quien le había aconsejado siendo cardenal que renunciase), obligándolo a vivir en un castillo como monje contemplativo. No se podía correr el riesgo de un cisma”. 

Como se puede ver, hay de renuncias a renuncias (o abdicaciones, para ser más exactos, dato que el papado es una monarquía). No es lo mismo ser obligado a renunciar, hacerlo porque se está harto de las intrigas internas, o porque hay que evitar un papa incapacitado por largo tiempo. Tengo la impresión de que en el caso de Francisco sucederá más bien lo que Juan Pablo II dijo a propósito de su posible renuncia, que nunca entregó. Dijo que se abandonaba a la voluntad de Dios y agregó: “Le dejo el cuidado de decidir cómo y cuándo Él querrá relevarme de esa carga”. 


Roberto Blancarte - 20 de febrero 2025 

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